Por la mañana, poco más de las diez, llegó la nevada. Lentamente, la nieve se estrellaba contra el tragaluz del desván sin causar ningún sonido. Eso la tranquilizó. El silencio. Dudó antes de abrir el viejo armario. Sabía que las puertas chirriaban. Buscó las cadenas del coche y las metió en una bolsa de plástico para que no se mojaran. – Qué tontería…- pensó. Ya estaba en la calle cuando decidió volver y cerciorarse de que había cerrado la llave del gas correctamente. Nuevamente comprobó que todas las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas. ¿Había apagado el ordenador?.
Fue un ruido. Sólo un ruido. Un ruido muy pequeño. Justo antes de cerrar la puerta para siempre. – Otra vez no…- susurró temblorosa. Miró una y otra vez en las habitaciones, en la cocina, arriba y debajo de los muebles, en cada rincón último. Su desesperación crecía por momentos pero no era capaz de encontrar el origen de tanto mal, y sin embargo estaba ahí, invisible a sus ojos, torturándola. La casa se reía de ella, su calma la engañaba. Ya no sabía qué buscaba. Ya no había silencio.
Tenía miedo. Un sudor frío recorría su espalda. Afuera su coche se iba cubriendo de un manto blanco. Otro entierro imprevisto. Pronto cerrarían el puerto. Debía darse prisa en colocar las cadenas si quería llegar antes del anochecer. El ruido del motor la ayudó a olvidarse de su propio llanto.
En unas horas había dejado atrás todo lo que habían compartido. Pero ya estaban a salvo. El ruido no había podido con ellos. – Está en tu cabeza…- decía. En el lago arrojó un cadáver y las llaves de la casa. Sólo quedan razones para el olvido. Y el silencio.
RUIDO
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